Signos de amistad
Samba y Juan pueden haber ocupado otras páginas de este blog, pero hoy, son los protagonistas de #ElCuentoDeLosViernes.
En la casa de Samba, sobre el mueble que sostiene la tele y unas fotos de familia, se encuentra un masbaha de lustrosas cuentas. Es un símbolo, una muestra de la fe siempre presente en su vida.
En el sofá, frente a unas tazas de té humeante, Samba y su amigo Juan charlan de las cosas del día, del arreglo de sus humildes viviendas alquiladas que el paso de la DANA dejó destrozadas y de los vecinos, que en una situación tan precaria como ellos, lo están pasando igual de mal.
La conversación, como cada día, a la misma hora, durante un buen rato, transcurre sosegada, con muchos silencios que no quitan ni valor ni calidez a una solida amistad.
Son compañeros de trabajo en la agricultura desde hace años. Juan buscó faena en el campo y ahí encontró una estabilidad para su vida modesta.
A Samba, tiempo atrás, muy lejos, en el negocio que regentaba con su familia, le gustaba soñar con campos de olor a azahar y color de almendros en flor. Un día se decidió a dejar todo lo estable y seguro de una vida con los suyos y se arriesgó a buscar el olor y el color, que tanto deseaba encontrar, en tierras de València.
El primer día que Samba empezó en la recogida de la naranja se encontró con Juan.
— Me llamo Juan. Es el primer día que trabajas aquí, ¿verdad?
— Yo Samba.
Juan le ofreció su mano y Samba le sonrió.
Fue el único de la cuadrilla que se acercó a él y le dirigió unas palabras amables.
Juan se dio cuenta enseguida de que Samba no hablaba ni palabra de español y decidió enseñarle mientras trabajaban.
Juan era un espíritu paciente y Samba un hombre inteligente que aprendía rápido.
Un objeto, una palabra, repetida una y otra vez. Sin parar de cortar naranjas. Otra palabra y otra y otra hasta que empezaron a tener conversaciones muy elementales que fueron avanzando cada vez mejor.
Un día Juan pudo entender, con dificultad, que Samba necesitaba encontrar una casa para vivir y le llevó a su barrio a las afueras de un pequeño pueblo.
Ahora son vecinos ¡y amigos!
Se han acostumbrado a continuar las clases de castellano cuando ya han vuelto del trabajo aunque el que más habla es Samba.
Para practicar, claro.
A Juan le gusta mucho escuchar las historias de la tierra de Samba, de su familia, del mar que no se acaba nunca por mucho que quieras alargar la vista.
Samba pronto se dio cuenta de que Juan era una persona solitaria, al que no le gustaba hablar de su gente y también supo ver en él a un buen hombre, muy trabajador y dispuesto a echar una mano cuando hacía falta.
Una de esas tardes de té y charla, Juan se levantó, se acercó al mueble y preguntó que era aquello tan parecido a un rosario pero sin cruz.
Samba le habla de su religión y de sus rezos. Juan le escucha muy atento mientras piensa que él había dejado muy olvidado al Dios del que, de pequeño, le hablaba su madre.
Y un signo de la amistad que une a estos dos hombres, tan extraños entre sí, tan lejanos de origen, de cultura y de fe, es el respeto y el deseo de enseñar y aprender el uno del otro compartiendo lo más grande que tienen, su humanidad.