La calle para morir
Con motivo del Día de las Personas en situación de sin Hogar, nos acercamos a la figura de Emil Galea que, un día, vivió en la calle.
Unos ojos de mirada clara, un cuerpo azotado por la enfermedad y una tristeza que aún no se ha podido quitar de encima conforman el aspecto de Emil Galea, de cuarenta y siete años, venido de Rumania hace quince años para poder traer después a su mujer embarazada, para ofrecerle una vida mejor. En Rumania no faltaba el trabajo pero se paga muy poco, solo para sobrevivir.
Su honradez de hombre bueno y trabajador no soportaba la calle como única salida para seguir viviendo pero su sensibilidad supo escuchar la voz y encontrar la mirada que le permitieron salir del infierno de la nada.
Cuenta Emil que se le daba todo bien, albañilería, electricidad, fontanería, cualquier cosa de la construcción y a los dos días de llegar ya estaba trabajando. Era una buena época en España.
Arregló papeles y trajo a su mujer y al niño. La felicidad duró poco porque unos meses después finalizó la relación.
El sector de la construcción empezó a hacer aguas pero a él el trabajo no le faltaba.
Un fuerte constipado al estar en la obra bajo la lluvia le dejó sin poder andar, con las caderas afectadas y cada día más mal. Él, que siempre había estado como un toro, que había trabajado muy duro desde pequeño, en el bosque, con nieve de un metro o más. Pero eso le iba afectando poco a poco a los huesos y ahora daba la cara. Tardaron en el hospital en diagnosticarle una artrosis que le impedía trabajar. Al ver que estaba enfermo y que no podía hacer nada, la mujer con la que había rehecho la vida le dejó, llevándose los ahorros que había conseguido. Se sintió solo de verdad.
La enfermedad y su pensamiento que le llevaba siempre al divorcio, al hijo y al último desengaño hicieron su camino en el ánimo de Emil.
Cuando ya no tenía dinero para pagar el alquiler, ¡la calle!
La vida da muchas sorpresas. Una persona como él, toda su vida trabajando, que ha disfrutado de la vida, que no fue mala persona y ahora la calle y unas muletas. Era la nada, un banco en Manuel Candela, frente a la finca donde había vivido, sin comida, sin agua. No quiere nada, solo dejarse morir.
El cielo había caído encima de él. Para las personas duras que saben vivir la calle, la calle no es la muerte, pero para el que cae como cayó él es como entrar en otro mundo, en un mundo sin esperanza.
Mucha gente que le conocía pasaba por su lado y no lo creían, ¿cómo, un trabajador tan bueno, tan respetuoso? La vida le había dado un golpe muy fuerte. Solo pensaba que quería morir.
Cinco días sin comer nada, destrozado y se le acerca un chico que le conocía. Le baja de casa una manta y comida y no le deja solo. Habla con él continuamente. Otros vecinos también se acercaban y le ofrecían comida y casa para poder ducharse. Pero él no quería molestar a nadie.
Pasan los días y se acerca una persona desconocida. Se sienta a su lado en el banco y le dice con voz suave, ¿qué ha pasado?… ¿tú quieres vivir en un sitio donde puedes ducharte, donde puedes comer, donde pueden ayudarte?… Estás enfermo…
— Sí, dijo Emil. Sí. Al mirar a esta persona le vio algo que le dio una luz, una esperanza más en esta vida. Lo vio en sus ojos, en su forma de hablar. Aquel hombre se llama Adolfo.
Al llegar a este punto del relato, Emil se emociona y llora.
Adolfo le hace en un pequeño papel un plano. Un valioso plano, arrugado hoy, porque Emil lo conserva en su cartera como un tesoro.
Todos sus amigos, que tenía un montón, le habían dado la espalda. Solo uno, que ya trabajaba con él en su país, le quedó como amigo y le llevó en un taxi a la dirección que le había dado Adolfo. De esto ya hace poco más de seis años. En el CAST le preguntaron muchas cosas y le enviaron a Casa Caridad. Adolfo le había dicho que iba los miércoles por allí y que le buscaría. Tres años estuvo Emil en Casa Caridad, entre Pechina y Benicalap, y Adolfo no faltó ni diez veces a visitarle los miércoles.
Operaciones de caderas, silla de ruedas, doscientos cuatro kilos de peso, arreglo de papeles para la invalidez. Adolfo, Rafa, después María, Susan, Carmina, los de Mambré, son los que le han ayudado en todo. Hospitales, renovación de papeles para la invalidez, ahora del ochenta y ocho por cien, búsqueda de un piso en alquiler… «Demasiado», dice agradecido.
Su pensión de poco más de quinientos euros y trescientos del alquiler, agua, luz… pero tiene suerte porque a él de pequeño su madre le enseñó a cocinar, y a él le gustaba mucho, y ahora con poco, hace mucho. María, Adolfo y Rafa, que han degustado su comida, lo saben. Y en Mambré también.
Emil, aguanta, Emil, aguanta, aguanta. Se lo dicen ellos, Adolfo, María, Rafa. Y le gusta que se lo digan porque le dan esperanza. Pero él no ha aguantado tantas cosas como ha visto. No estaba acostumbrado a tanto dolor y la lección de vida que ha aprendido aquí no la olvidará.
Piensa en los tiempos que van a venir, que van a ser muy feos y da las gracias por lo que tiene ahora.
La calle es para Emil un lugar para morir, no para vivir.