Enrique García Cano: «Los ánimos que tengo ahora son para volver a dejar mi casa habitable»
Enrique relata lo que vivió esa terrible noche porque contarlo le ayuda a digerirlo, a procesarlo.
Enrique, voluntario de Cáritas durante más de diez años, no ha faltado a la primera reunión que su Cáritas parroquial de Alfafar ha convocado con urgencia tras las inundaciones del pasado 29 de octubre. En su hogar lo tiene todo por hacer pero no puede dejar a de estar con los suyos para ayudar a vecinos y vecinas que, como él, tanto han perdido.
Enrique relata una y mil veces lo que vivió esa terrible noche porque contarlo le ayuda a digerirlo, a procesarlo.
Salía de la parroquia y el agua ya había empezado a cubrir la plaza. Algunos no se atrevieron a salir de la iglesia y se quedaron allí pero a él le costaba tres minutos cruzarla y llegar a su casa y no se preocupó.
Llamó a su mujer que le dijo que había subido con su hijo a casa de los vecinos del tercero y esos tres minutos que le separaban de su hogar se convirtieron en un infierno de horas con la certeza de que eran sus últimos momentos de vida.
Era tal la crecida y la corriente del agua que, una vez cruzada la plaza, vio imposible llegar a casa.
Las palabras de Enrique son precipitadas, cortadas por silencios porque la tensión nerviosa todavía la lleva dentro del cuerpo:
«Con el agua al cuello, —recuerda Enrique—, estaba al límite, pero intenté nadar hasta una pequeña plataforma y un pilar que tenía un poco más adelante pero el agua me arrastraba y me alejaba. De la plataforma se tiró al agua un chico que pudo sujetarme del brazo y volver a subir conmigo a rastras, y ayudado por otras dos personas que estaban arriba, un chico de Colombia, que cogió un palo que llevaba el agua y al que nos agarramos y una de las farmacéuticas del Parque Alcosa.
Pensé, sigue emocionado, —¡ya estoy salvado!—. Veíamos como el agua se llevaba a un hombre, estamparse coches, furgonetas…
En la plataforma, de poco más de un palmo de ancha, éramos cuatro personas agarradas al pilar. Muy quietas y muy juntas, con el agua por la rodilla. Aguantar y esperar era lo único que cabía. Y estar pendientes del nivel, si subía o bajaba. Era un acto de supervivencia. La farmacéutica nos animaba a resistir, nos hablaba.
Aguantamos, helados de frío, cuatro horas y empezó a bajar el agua. Cuando ya vimos que podíamos hacer pie en el suelo, entumecidos, agarrotados, temblando y ayudándonos entre los cuatro, fuimos bajando. Los otros son jóvenes pero yo ya tengo una edad. Aun nos quedamos allí hasta que vimos que el agua no nos podía arrastrar.
El chico que se tiró a salvarme, de origen marroquí y de 20 años, ha pasado muchas penalidades. No sé ni cuántos países ha recorrido y de todos le han tirado. ¡Arriesgó su vida por salvarme! Eso es de ser un héroe y una buena persona. Se merece que le den la residencia.
Esto, si no se ve, no se cree.
Yo, desde la plataforma veía mi patio. Me preocupaba pensar que mi mujer y mi hijo, con una gran discapacidad, no sabían qué me habría pasado.
Cuando llegué a casa, como las otras plantas bajas, estaba anegada. Al agua le faltó un palmo para llegar al techo. Allí no ha quedado nada.
Las calles impracticables, sin ropa para cambiarnos, sin agua, sin comida. Y toda la gente igual. Y otros que, encima, habían perdido familiares.
Nos hemos podido alojar en el piso de un sobrino que vive en Suiza y nos lo ha dejado el tiempo que haga falta. Tuvimos que entrar forzando la puerta porque las llaves las teníamos nosotros y a saber. Los ánimos que tengo ahora son para volver a dejar mi casa habitable.
¡Y cómo damos gracias a Dios por seguir estando los tres juntos! Y que mis otros dos hijos también estén bien.
Y gracias a los chicos que me salvaron la vida. Y a la farmacéutica que ya ha venido a verme».