El cuento de los viernes12/07/2024

El eucalipto arcoiris

Si la semilla cae en tierra buena... nos cuenta hoy #ElCuentoDeLosViernes.

La semilla daba tumbos de un lado a otro. La habían arrancado de su tierra y de los suyos y todo era noche oscura para ella. Extenuada y sin recursos para salir adelante fue a dar con un lugar desconocido. Una tierra nueva la acogió y poco a poco la fue cubriendo hasta que la noche oscura se hizo más profunda.

Descansó todo lo que pudo y empezó a sentirse algo reconfortada.

— ¿Habré vuelto a casa?

Sabía que eso no podía ser pero dejó de tener hambre y sed. Se durmió de nuevo y al despertar, si hubiera podido, habría dado un brinco de la impresión.

Notó que de su cuerpo había salido algo alargado, dos, tres o más cosas, que se hundían en la tierra.      

Todavía estaba la semilla meditando sobre ese hecho cuando escuchó unos pequeños golpes que daban contra la tierra por encima de ella y se sintió refrescada y fortalecida. No entendía nada, pero aquello no debía de ser malo.

Más segura de sí misma pensó que ese debería ser su nuevo hogar hasta que otro hecho insólito la volvió a conmocionar.

Otra vez, de su cuerpo se había formado algo nuevo y esta vez…

— ¡Mirad, mirad! ¡Aquí ha brotado una planta que no es de las nuestras!, —dijo Tronco Bajo—.  

— Arranca ese brote enseguida, —dijo Tronco Torcido—.

— ¿Por qué?, —contestó uno de los chopos—. Lo podemos cuidar y que crezca con nosotros. Tendrá su derecho a vivir como cualquiera, ¿no?

Pronto se pusieron de acuerdo. Unos, con agrado, y otros, a regañadientes.

Se distribuyeron las responsabilidades. Los que cuidaban de que ningún animal, ave o insecto lo picotearan, los que… bueno, esto se lo asignaron a Tronco Torcido, que tenía que mantener el plantón recto conforme iba creciendo, los que procuraban que el sol, el viento o la lluvia intensos no lo dañaran, los que ejercían de sanitarios para que ninguna plaga lo dañara.

Y así pasó el tiempo. Lo habían bautizado como Pequeñín y con ese nombre se quedó.

Pequeñín crecía y crecía y ya ningún chopo ponía pegas a su presencia. Lo querían y lo trataban como a uno más del bosque.

— Pequeñín, qué bien hueles. ¿Qué colonia te echas?, —le decían en un tono un poco burlón—.

Y Pequeñín se hizo adulto. Alto y esbelto. Con un verde precioso en las hojas y empezando a echar semillas. Semillas que arraigarían en esa misma tierra de chopos. Eso, los chopos lo vieron con tristeza, porque les indicaba lo mayores que se habían hecho y también con satisfacción, porque habían sido capaces de acoger al diferente como a uno más de ellos.

A la primavera siguiente empezaron a ver rebrotines, acá y allá, que les recordaban a Pequeñín cuando llegó solo y despistado a su bosque. Ya sabían ellos lo que tenían que hacer y sería el lugar más hermoso del mundo, con chopos, eucaliptos y quien sabe…

Lo que no se esperaba ninguno era la gran sorpresa que se les venía encima. Y es que a Pequeñín, por su edad, le tocaba desprenderse de su primera capa de corteza.

Amaneció una mañana de otoño casi como si fuera de primavera. Fresca y perfumada. El sol empezaba a despuntar y acariciaba con dulzura las puntas de los árboles.

El primero en abrir los ojos fue Rama Tiesa. Y gritó, gritó muy fuerte hasta que todos se despertaron. Todos miraban a Pequeñín sin que ni una sola rama, ni una sola hoja se les moviera del sitio.

Al perder su primera corteza, el eucalipto mostraba su interior de todos los colores del arcoíris. Azules, amarillos, naranja, verdes, violeta, rojos, brillantes y limpios. En su tronco y en sus ramas. Una belleza inaudita, asombrosa.

Los chopos miraban a Pequeñín con admiración y se miraban entre ellos contentos de haber creado un mundo nuevo, un bosque multicolor, donde la verdadera hermosura, silenciosa y, a veces escondida, florece y reparte fraternidad y bienestar allí donde se encuentra.